El corazón—si es que una hamburguesa podía tener uno—le latía con fuerza cuando vio al cocinero acercarse. Sus enormes manos enguantadas la levantaron con firmeza y la colocaron en una bandeja junto a un puñado de papas fritas. Fofi sintió un escalofrío cuando la envolvieron en papel encerado. ¡Era su fin! Desde su prisión grasosa, escuchó la voz de un empleado gritar: “¡Pedido 42, listo!”
No podía quedarse de brazos cruzados—o más bien, de panes cruzados. Con todas sus fuerzas, se sacudió dentro del envoltorio hasta que logró desenredarse. Rodó por la bandeja, esquivó una papa frita y saltó justo cuando el cliente extendía la mano. Cayó al suelo con un golpe seco, pero no se detuvo. Deslizándose con su crujiente empanizado, se deslizó como un ninja entre los zapatos de los clientes, esquivando pisotones y bandejas tambaleantes.
El aire frío de la puerta automática le rozó la lechuga cuando, con un último impulso, rodó fuera del restaurante y cayó en la acera. Libre… por ahora. Pero, ¿y ahora qué? ¿A dónde va una hamburguesa que ha escapado de su destino? Fofi miró la calle iluminada, llena de autos y personas, y supo que su aventura apenas comenzaba.

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